miércoles, 25 de agosto de 2010

Las insurrectas



















Las insurrectas

Dos voluntarias insurrectas, mis manos.
Abusan de la noche,
atienden los espasmos
de un cuerpo adrenalínico.
Piel fuego, piel agua, piel.
Pide demencia el sexo
con viscosas y afiebradas lágrimas.
Con sigilo de serpientes
las insurgentes
hacia el monte de la victoria van,
la sábana atraviesan del pudor,
entre sus pliegues se camuflan.
A machetazos de falanges apuradas
abren camino incierto
con la mira clara,
clara como las aguas
de un río de ausente semen.
Divisan el monte oscuro y ondulado.
Apuran de saliva el paso.
Una le pide a la otra
que haga un estudio del campo febril y poroso
mientras ella presiente insurgente
la orden de avance esperado.
Se enroscan los dedos, las uñas tajan
la palma sensible, de hambre muerta.
Una montaña de piernas cerradas
se yergue en obstáculo.
Las rebeldes no buscan la cumbre.
Una cascada de savia marca el paso obligado.
Humedad, musgo, musgo mojado.
Avanza la mano, temblando, sudando fulgores.
Al borde del omphalos la otra insurgente
transpira, se lame, refriega sus dedos.
Al fin, las piernas se abren, señal del avance.
Ambas ya están en el fuego del valle.
Señales, señales, tácticas y estrategias.
Mapas de movimientos rotos entre cardales.
Pierden las formas, avanzan.
La una abre la carne viscosa,
la otra roza la cordillera rosa,
suave, suave, se apura, fuerte…
A veces ni siquiera roza el botón de la rosa.
Sopla, sopla y ante el soplo
sobreviene, revienta, detona
la mina de preciosas piedras celulares.
Guerrilleras las manos sacian
la necesidad impulsiva de combate
de una mujer desnuda y sola.